Por: Sujeta Poética.
Siempre hemos vivido en el castillo (1962) es la última novela de Shirley Jackson (1916-1965), una de las escritoras más inquietantes del terror estadounidense y creadora del ‘horror doméstico’, una forma de narrar lo siniestro que se extiende más allá de la metafísica y propone contarlo desde lo que llamamos hogar. La novela, un cuento de hadas averiado, un pequeño cervatillo tierno y endemoniado, es narrada por Mary Katherine Blackwood o Merricat, la joven protagonista que se nos da a conocer al inicio del libro con una extraña pero exquisita presentación:
Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto. (p.9)
Guiados por una narradora que posee la viveza suficiente para revelarnos lo necesario sin llegar nunca a decir demasiado, desde el primer párrafo se instala la extrañeza que nos acompañará durante todo el libro. ¿Qué sabemos, entonces, de la vida de los Blackwood? Que las dos hermanas son huérfanas, que viven con su tío loco y moribundo tras el envenenamiento de la familia seis años atrás, y que están aisladas en una casona en las afueras del pueblo. La gente del pueblo las odia, tal vez porque la familia murió envenenada -y una de ellas debió ser la mente criminal-, porque el rencor se remonta a tiempos antiguos: los Blackwood siempre fueron una familia adinerada, o porque sí. La razón -como muchas otras en el libro- no nos queda del todo clara.
Lo siniestro del libro aparece cubierto por un glaseado de azúcar, la simpleza de la escritura es una artimaña de Jackson para hacernos caer en la trampa. Merricat, salvaje e infantil, parece una niña pero no lo es. Sus juegos inocentes vistos con lupa son hechizos, rituales de protección, ensoñación: el día que va al pueblo a hacer las compras imagina que está en un juego de mesa parecido a La Escalera, en donde avanza o retrocede dependiendo de lo bueno o malo que ocurra en el camino; también, entierra objetos alrededor de la casa y elige palabras como protección mágica.
Nuestra tierra estaba enriquecida con los tesoros que yo había enterrado en ella, estaba habitada [...] una poderosa red subterránea que nunca se aflojaba, sino que se mantenía perfectamente trabada para protegernos. (p.63)
Pero, ¿proteger de qué? La vida de las hermanas resulta apacible aun o gracias a su aislamiento, además de que tienen el dinero suficiente para vivir recluidas en su casa. Sus vidas transcurren entre las delicias que cocina Constance y las travesuras de la tontuela Merricat, que se la pasa jugando en un mundo de fantasía junto a su gato Jonas. Sin embargo, esa apacibilidad no es una coincidencia del destino, es un esfuerzo de Merricat, nuestra extraña heroína, que sabe muy bien lo mucho que debe trabajar para mantener levantado su castillo.
Según el artículo de Rocío T. Cortavitarte para Fabulantes, Siempre hemos vivido en el castillo alude a la clásica construcción de personajes de cuentos fantásticos para niñxs, donde suele haber una princesa, un príncipe, un dragón y un castillo; solo que Jackson juega y trastoca los roles. De esta forma, Constance se nos muestra como la princesa que hay que salvar, Merricat como el príncipe que la protege y Charles, el primo intruso que llega a desestabilizar su orden matriarcal, como el dragón -o el demonio, como le dice Merricat- que debe vencer.
Para Jackson, Constance y Merricat son personalidades dialécticas. En Shirley Jackson: A Rather Haunted Life, una extensa biografía de la autora escrita por Ruth Franklin, Jackson afirma que las hermanas Blackwood son “dos mitades de la misma persona”. Así, Constance es, como su nombre lo señala, la parte estable que mantiene los cuidados domésticos. Pero es también quien muy en su interior desea una vida regida por los preceptos sociales impuestos a las mujeres, como casarse; esto se pone en evidencia cuando aparece Charles, quien corteja a Constance y pretende convertirse en el hombre de la casa. Ella, confundida por su deseo de sentirse amada, las ganas de salir al mundo “real” y la manipulación que ejerce Charles, empieza a ceder ante él, quien afirma que la vida que llevan debe ser completamente reformulada.
Merricat, por el contrario, es el lado salvaje, mágico, rebelde. Ella no desea adherirse a los mandatos del mundo exterior sino que construye y mantiene un mundo propio, aun cuando esto la condena al ostracismo. Merricat, con su pensamiento mágico, se nos presenta como la bruja rechazada por sus conductas antisociales, una asesina del orden patriarcal, trastornada e infantil, fundadora de un mundo particularmente raro donde, sin embargo, las hermanas encuentran su felicidad.
[...] y nosotras nos abrazamos en la oscuridad del vestíbulo y nos reímos, con las lágrimas resbalándonos por las mejillas y los ecos de nuestras risas elevándose por la escalera en ruinas hasta el cielo.
-Soy muy feliz -dijo al fin Constance, entre jadeos-. Soy muy feliz, Merricat.
-Ya te dije que la Luna te gustaría. (p. 202)
Aunque Siempre hemos vivido en el castillo parece una historia encauzada por el asesinato de la familia ocurrido hace seis años, no entra en el género de misterio y es más bien una novela de sutil terror, pues poco termina por importarnos quién mató a los Blackwood y, como afirma Cortavitarte, cuando nos enteramos quién fue “ya se habrá desplegado el desenlace de la historia de forma imparable, tan aterrador como feliz”.
Las hermanas Blackwood y su tío Julian están contaminadas por la niebla que borra muchos de los datos de la historia y que la vuelven esquiva, confusa, dándole a sus personajes un aire fantasmal que nos lleva a pensar muchas veces que no existen, si no fuese por los pocos pero brutales encuentros con el mundo exterior. Esta sensación de que los sobrevivientes Blackwood son en realidad fantasmas atrapados en la casona a las afueras del pueblo, es un efecto del trauma que pulula en la narración de Merricat.
La figura del fantasma representa el trauma: solo hay fantasmas donde hubo dolor. El fantasma se repite a sí mismo debido a una muerte marcada por el trauma, y se encuentra atrapado en un mundo al que ya no pertenece sin oportunidad de justicia ni redención. De esta forma, los Blackwood adquieren una consistencia fantasmal porque remueven día a día su trauma, porque viven atrapados en el lugar de los hechos y, en consecuencia, nos provocan un sentimiento de terror casero. Ejemplo de esto es el tío Julian, quien escribe y reescribe un libro detallado sobre la historia del asesinato: “un caso fascinante”, nos cuenta, “uno de los misterios más genuinos de nuestro tiempo. Del mío, en especial, la obra de mi vida” (p. 48).
Es así como, en la novela gótica, el trauma actúa como conjurador del horror. Constance, quien carga con el trauma de haber sido burlada y rechazada al ser acusada como autora del crimen, se ve imposibilitada para salir de su casa y tener cualquier contacto con el mundo exterior. Merricat, que se nos muestra fuerte pero desquiciada, tiene cierta necesidad de inmovilidad; su trauma reside en el abandono que recibió por parte de sus padres, y ahora que por fin vive bajo sus propias reglas y con la única persona que siempre la cuidó, Merricat se convierte en una joven psicótica que vive solo para evitar el derrumbamiento de su mundo inventado.
Además, la omnipresencia de la comida a lo largo de la historia se nos revela como un elemento cargado de rituales y síntomas de trauma. La comida es un símbolo ambivalente de vida y muerte, pues si bien es el único motivo por el cual Merricat va al pueblo, es durante la cena que la familia muere envenenada, al ingerir azúcar contaminado con arsénico. También, es el quehacer favorito de Constance convertido en arte y tradición, pues es una habilidad recurrente en el linaje de mujeres Blackwood:
Todas las mujeres de la familia Blackwood preparaban comida y se sentían orgullosas de sumarla a las grandes provisiones de nuestra despensa [...] Constance trabajó toda su vida para engrosar las provisiones de la despensa, y sus hileras e hileras de tarros eran como mucho los más bonitos, relucían entre los demás. «Tú entierras comida del mismo modo que yo entierro tesoros», le decía a veces, y en una ocasión me contestó: «la comida viene de la tierra y no podemos permitir que se quede allí y se pudra; hay que hacer algo con ella.» Todas las mujeres de la familia Blackwood habían recogido la comida que daba la tierra y la habían conservado, y los tarros de intensos colores con encurtidos y verduras y mermeladas granate, ámbar y verde oscuro estaban unos al lado de los otros y allí se quedarían para siempre, como un poema compuesto por las mujeres de la familia Blackwood. (p.64)
Para Merricat en especial, la comida está llena de rituales y, al contrario de su hermana, para quien es un arte, la comida está mucho más anclada al trauma y se ve alcanzada por la psicosis de la joven. Por ejemplo, constantemente le pide a su hermana que prepare ciertos platos, y esto puede leerse como una forma de reafirmar el amor que Constance siente por ella. Además, Merricat nunca come frente a nadie; y hacia el final del libro entendemos cómo la comida representa para ella tanto un acto de amor como un castigo.
Antes del caótico desenlace de la historia, Charles le pide a Constance que castigue a su hermana porque llenó su habitación de ramas, mojó el colchón, quebró un espejo e hizo varias travesuras más, a lo que Merricat responde: “¿Castigarme? ¿Quieres decir mandarme a dormir sin cenar?”. La noche del asesinato, Merricat no se encuentra en la mesa con la familia porque fue enviada a dormir sin comer, un castigo al parecer recurrente en casa de los Blackwood.
Así, la petición de Charles toca el trauma de Merricat; pues, como afirma Esther Muñoz-Gonzáles en su artículo ‘Food Symbolism and Traumatic Confinement in We Have Always Lived in the Castle’: “La situación de impotencia de Merricat, su sentimiento de no pertenencia y de ser rechazada por su familia se pueden inferir claramente a través de los rituales sociales que rodean la comida” (p.83). Esta activación del trauma que Merricat oculta bajo su coraza de magia y hechicería genera una escena de ensoñación, en la que Merricat nos muestra sus deseos de amor y aceptación:
-...hay que comprar un libro para Mary Katherine. Lucy, no crees que Mary Katherine necesita un libro nuevo?
-Mary Katherine debería tener todo lo que quiera, cariño. Nuestra hija más querida debe tener cualquier cosa que desee.
-Constance, tu hermana no tiene mantequilla. Pásasela, por favor.
-Mary Katherine, te queremos.
-Nunca se te castigará. Lucy, tú debes velar porque nunca se castigue a Mary Katherine, nuestra hija más querida.
-Mary Katherine nunca daría motivos para ser castigada, no será necesario.
-Lucy, he oído hablar de niños desobedientes a los que envían a la cama sin cenar como castigo. Eso nunca debe sucederle a nuestra Mary Katherine.
-Estoy de acuerdo, querido. Mary Katherine nunca debe ser castigada. Y nunca debe irse a la cama sin cenar. Mary Katherine nunca hará nada que merezca castigo.
-Nuestra querida, nuestra adorada Mary Katherine necesita cuidados y cariño. Thomas, dale a tu hermana tu cena; todavía tiene hambre.
-Dorothy, Julian. Poneos de pie cuando se levante nuestra hija.
-Inclinaos ante nuestra adorada Mary Katherine.
Según declaraciones de Jackson en A rather haunted life, tanto la novela como su obra entera abarcan como temática principal el miedo: “escribo sobre el miedo en sí mismo, sobre el miedo a una misma, el miedo y la culpa y su destrucción de la identidad” (p.426). De manera que Siempre hemos vivido en el castillo es una radiografía del miedo de una familia convertido en trauma: miedo al mundo exterior o a la propia maldad, miedo a que la vida cambie o a que, por el contrario, se acabe sin haberse realizado.
“Siempre me ha gustado (y existe la oposición: el amor) usar el miedo, tomarlo, comprenderlo y hacerlo funcionar y consolidar una situación que me daba miedo, tomarla en su totalidad y trabajar a partir de ahí” (p. 126). Así pues, al leer Siempre hemos vivido en el castillo, asistimos hipnotizados a una historia tanto de miedo como de amor, que se equilibra al tratarse no del asesinato de una familia a mano de una de sus hijas, sino de la muerte del orden patriarcal en un hogar y la creación de un mundo extraño y femenino que, parafraseando a Jackson, se deleita en el temor.