Por: Sujeta Poética.
En La última niebla una mujer vive entre un ensueño más pesado y consistente que su realidad. La protagonista, de quien nunca sabemos su nombre, acaba de casarse con su primo y se ve atrapada en un marido que pretende revivir en ella a su primera esposa muerta. En medio de la desdicha y el aburrimiento, la protagonista vive en una especie de trance, invocando una pasión que tuvo una noche de niebla. Niebla que desde el inicio del libro ella pide, con la fuerza de una marea, le revuelque la vida: “Anoche soñé que, por entre las rendijas de las puertas y ventanas, [la niebla] se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo” (p.15).
La última niebla fue publicada por primera vez en 1934, por la editorial Colombo en Buenos Aires, y alcanzó una rápida popularidad por su ruptura con la literatura criollista del momento y la inauguración, en Latinoamérica, de una literatura con matices surrealistas. Bombal combinó por primera vez un realismo que retrataba la vida de las mujeres de entonces con elementos fantásticos, creando un universo literario complejo que navega en la tensión entre lo real y lo irreal.
Según Lucía Guerra, Bombal: “elabora un espacio propio en el cual la mujer deja de ser musa y mujer esculpida en un relieve, para convertirse en personaje de una problemática que devela, en parte, la circunstancia de la mujer latinoamericana durante la primera mitad del siglo XX” (p. 15, Obras Completas, María Luisa Bombal, 1996). De esta forma, no solo en su primera novela sino en su obra completa, Bombal narra el mundo de mujeres insatisfechas, desgraciadas, deseosas de más; dando mucha más importancia a la vida íntima y secreta de estas mujeres que a los hechos que pueden catalogarse como físicos o reales. Cuenta Bombal en una entrevista que “todo cuanto sea misterio me atrae, yo creo que el mundo olvida hasta qué punto vivimos apoyados en lo desconocido [...] Lo misterioso es para mí un mundo en el que me es grato entrar, aunque solo sea con el pensamiento y la imaginación” (María Luisa Bombal, El Mercurio, 7 de enero de 1975, p.4).
Encontramos, entonces, que la niebla es una presencia mágica que acomoda la vida de la protagonista, quien pareciera guiarse fatalmente por ella. No es, sin embargo, el único elemento natural -con agencia incorporada- que la acompaña a lo largo del relato. La mujer está sumamente conectada a la naturaleza que la rodea, habitando instancias como el bosque, donde recostada al tronco de un árbol imagina que es el tronco de un hombre. O el estanque en el que sumerge su cuerpo y mira por primera vez sus senos, estanque en el que siente por fin el placer no encontrado en la relación con su marido: “Me voy enterrando hasta la rodilla, en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y me penetran. Como con brazos de seda, las pIantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces y me besa la nuca, sube hasta mi frente el aliento fresco del agua” (p. 17). La naturaleza es, en todo caso, el lugar de reconocimiento de la protagonista, en el que vuelca sus pensamientos, sus emociones, su cuerpo, expandiendo su realidad al alcanzar estados corpóreos de placer en la naturaleza, estados en los que no solo disfruta sino que recrea su experiencia en el mundo.
Con la naturaleza presente como conjuro, la niebla es un leitmotiv plagado de contradictorias sensaciones poco claras pero reconocibles y palpables mediante el deseo y la imaginación. La noche del encuentro con el amante, la protagonista despierta en un sueño que reconoce como realidad, como si salir de la niebla fuera imposible, como si el amor fuese la niebla: “Salto del lecho, abro la ventana, me inclino hacia afuera y es como si no cambiara de atmósfera. La neblina esfumando los ángulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto cerrado” (p. 46). Es la niebla la que propicia la aparente ciudad por la cual la protagonista se pasea hasta que, en una plaza, encuentra al desconocido. Es la niebla el cuarto cerrado en el que el deseo se desenvuelve sin cadenas, ajeno al presente. En la habitación a la que la mujer es conducida por el extraño, la niebla se hace invisible y ve, a través de ella, más nítido que nunca.
¿Por qué realiza su encuentro no como ensueño sino como el hecho más certero de su vida? Si bien se levanta dentro de un sueño, la experiencia que vive es un despertar, un reconocimiento de sí misma y de su deseo. El duduso encuentro con un extraño que no musita palabra alguna es, paradójicamente, la consistente visión de una realidad que ella ansía, su cuerpo sin neblina ni vergüenza expuesto ante el otro como reafirmamiento de su existencia: “ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada. La belleza de mi cuerpo ansía, por fin, su parte de homenaje” (p.50). Su cuerpo, por fin, adquiere un contorno definido, es un hecho concreto, palpable y vistoso dentro del efecto narcótico que la niebla le ofrece.
Son las memorias del encuentro, después de la retirada de la noche y de la niebla, la única forma de sobrevivir a su vida, construyendo una cotidianidad repleta de su propio y secreto sentimiento de deseo hacia el desconocido. La niebla es, por su condición de ceguera, imaginación desbordada, así que la protagonista, mediante una especie de diario y narración en primera persona, escribe el encuentro y construye nuevas experiencias con su amante gracias a la imaginación, casi que al delirio, y a la forma concreta que adquiere la ensoñación cuando se la escribe.
La mujer de La última niebla se enamora de un fantasma al tiempo que resiste convertirse en uno. En el inicio del libro, mucho antes de la aparición del amante, sueña con una mujer que yace muerta en un ataúd. Al intentar salir del lugar, la niebla hace una de sus primeras apariciones: el bosque que debe atravesar se pierde entre su blancura, y la protagonista echa a correr repleta de miedo por entre una niebla que pareciera darle una piel diferente, mucho más vaporosa. Debe detenerse y, como para no perderse, exclama: “¡Yo existo! [...] y soy bella y feliz ¡Sí, feliz! La felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y ágil” (p. 38). Debe detenerse porque sabe que la niebla no es inocente, reconoce en ella su asalto, su embrujamiento, su perdición, y debe confirmar su propia existencia porque sabe que la mujer que yace en el ataúd es ella misma intentando ser el fantasma de la esposa muerta, rol asignado por su marido que ella revierte al crear a su amante fantasma.
La mujer moldea, en una noche de niebla, la figura de su amante y crea una agencia interna a través de la que vivirá su vida y a la que le adjudicará esperas y placeres. Así el fantasma reaparece ya no como algo que remueve lo que alguna vez dolió, sino convertido en punto de deseo, de placer. La creación del fantasma es entonces la forma que utiliza la mujer para modificar su vida, es la materialización de sus deseos y una forma de resistencia ante la vida que, para no quedarse solterona, aceptó.
La niebla que habita la mujer es la misma niebla invisible de los sueños que me impide recordar, una vez despierta, con quién soñé, porque dormida era tan consistente su presencia, su calor, que no reparé en su identidad. Basta preguntarse, en un sueño, si quién tenemos enfrente es real para que todo se desmorone. El sueño es pesado y sensible, como el agua. Dudoso en su espesura, como la niebla que nos hace enamorar de los fantasmas, extraños a quienes nunca conoceremos y que, tal vez, por eso amamos. O quizás el amor en sí es niebla por su extrañeza, por la clara separación existencial que nos aleja del amado en quien casi deseamos convertirnos, de quien queremos saberlo todo como manos que se extienden y reconocen un perfil entre la niebla del mundo.
El hecho de enamorarse de un fantasma hace tambalear la relación entre el amor y la identidad, que se da por sentada como si no se pudiera amar a alguien que carece de identidad, alguien a quien no conocemos, porque amar lo desconocido es asignarle la mejor identidad, es decir, la que imaginamos. La figura del fantasma es la figura del inconsciente, de lo que no reconozco pero que de igual forma me habita. Impulsado por el deseo, mi cuerpo desbordado desciende entre la blancura de la niebla y solo un cuerpo de entre todos los cuerpos podría sujetarme. La cuestión es que no sé cómo se ve realmente ese cuerpo y mientras caigo puedo imaginar su figura y modificarla a mi placer. Amar a un fantasma es el amor por la imaginación, por el destello del pensamiento a través de la ensoñación. La invocación de la luz en la oscuridad de los sueños.
Bibliografía
Bombal, M. L. (1934). La última niebla. Editorial Nascimiento.
Bombal, M.L. (2014). Obras Completas. Zigzag.
El Mercurio, Diario: Santiago, Chile (1975)
Mayorga, E. (2002). El recurso de la imaginación en La última niebla de Maria Luisa Bombal. Gramma, Vol. 14, N. 36.
Spinelli, C. (2023). El «tercer cuerpo»: escritura y deseo en La última niebla de María Luisa Bombal. Philobiblion: Revista De Literaturas hispánicas, 16, 127–140.