Por: Sujeta Poética.
Carecemos del lenguaje oportuno para narrar el presente. La literatura parece agonizar entre narrativas digitales con puntos de vista cada vez más estrechos en los que solo cabe la primera persona y el relato que se adhiere completamente a “la verdad”. La ficción parece agonizar: “Hoy, nuestro problema radica, al parecer, en que aún no contamos con narrativas preparadas (...) para las vertiginosas transformaciones del mundo actual” afirma Olga Tokarczuk, escritora polaca premio Nobel en 2018. La cita hace parte de su discurso de aceptación del premio, en donde plantea la crisis de la literatura como la falta de nuevas formas para narrar el mundo presente, tan convulso y cambiante, y, sobre todo, tan virtual y conectado.
Según Tokarczuk, el mundo se teje a diario en “grandes telares de información”, y hoy, gracias a esos telares llamados internet, la información está al alcance de casi todos. Lo fundamental de este proceso es que accedemos a la información no solo como lectores, sino también como tejedores: “cuando esta historia cambia, también cambia el mundo”, apunta la escritora, “en este sentido, el mundo está hecho de palabras”. Esta afirmación sugiere que la construcción y la memoria del mundo dependen de las formas en las que lo narramos; no obstante, aunque la virtualidad, en su estado más utópico, funcionaría como una especie de red de la que podríamos obtener conocimiento ilimitado y a través de la cual estaríamos interconectados, actualmente es utilizada como un dispositivo de control que ejerce su poder a través del sesgo, la cancelación y el egocentrismo.
En su discurso, la escritora presenta el término ‘pansofismo’, pensado por el pedagogo checo Juan Amós Comenio en el siglo XVII. De acuerdo con Comenio, el pansofismo busca enseñar “todo a todos” y desde todas las perspectivas. Tokarczuk expone que la internet o proyectos como Wikipedia podrían parecer, bajo el paradigma pansófico, la culminación de este ideal: “ahora podemos crear y recibir un enorme acervo de datos, que se complementa y actualiza constantemente en prácticamente cualquier lugar del planeta”. Sin embargo, hoy en día el pansofismo no es más que una ilusión.
El descubrimiento de la narración en primera persona ha significado un gran avance para la humanidad en tanto nuestras historias han trascendido al héroe y a la deidad para ser vividas por humanos comunes y corrientes, personas como nosotrxs. Sin embargo, la internet nos ha saturado de narraciones en primera persona que pretenden hacer una construcción universal de la historia pero que terminan convirtiendo a las redes sociales en un completo opuesto del pansofismo: “esta situación se asemeja a un coro compuesto únicamente por solistas, voces que compiten por la atención, recorriendo rutas similares, ahogándose unas a otras”.
Es contradictorio que, con una herramienta tan ilimitada como internet, donde podemos buscar y encontrar casi cualquier cosa, hayamos determinado que el relato individual es el más honesto, el más natural y con el cual podemos entender y aprender a cabalidad sobre el mundo; pasando por alto que, como dice Tokarczuk, muchas veces este relato “significa construir una oposición entre el yo y el mundo, y esa oposición puede ser alienante”. En este sentido, las nuevas narraciones del mundo carecen de la dimensión universal que otorga la parábola.
Según Roberto J. Walton en su texto ‘Las parábolas según Paul Ricoeur y Michel Henry’, las parábolas son “textos profanos en que gente ordinaria hace cosas ordinarias”. No obstante, estas cosas, al principio mundanas, se trasladan hacia la ficción y se transforman en experiencias existenciales o experiencias límites, abarcando situaciones tanto de desamparo o catástrofe como de plenitud, creación o alegría. En su discurso, Tokarczuk expresa que “la parábola universaliza nuestra experiencia, encontrando un denominador común para destinos muy distintos”; por consiguiente, el protagonista de la parábola “es a la vez él mismo, una persona que vive en condiciones históricas y geográficas específicas, pero al mismo tiempo va mucho más allá de esos detalles concretos”. Es decir, la parábola también utiliza el relato individual pero es capaz de dotarlo de universalidad.
La multitud de relatos que abarrotan las redes sociales no alcanzan dicha totalidad al no poder significar los hechos con una mirada menos individualista. Para alcanzar una experiencia límite, no es suficiente con que suceda algo: la experiencia solo se materializa cuando dotamos a un determinado acontecimiento de significados, lo ubicamos en un lugar de nuestra memoria y, en consecuencia, redescribimos la vida a través de la ficción del relato -o de la memoria-, demostrando válida la afirmación de la escritora: “la ficción siempre es una forma de verdad ”. No obstante, el discurso en redes no excede el ‘yo’, no se pregunta sobre el yo en tanto el otro, los otros en tanto yo y viceversa. Además, parecemos olvidarnos del otro animal, del otro vegetal; y hoy en día no nos atrevemos a contar algo que no se compruebe como verdad irrefutable. Es así como la imaginación parece agonizar.
Para tal problema en las formas de narrar el mundo presente, Tokarczuk plantea al ‘narrador tierno’, un narrador que supera la construcción gramatical, que narra desde todas las perspectivas, contempla el horizonte de cada personaje, ignora el tiempo y tiene la responsabilidad de quien sabe que un gesto aquí está conectado con un gesto allá: “verlo todo significa reconocer el hecho último de que todas las cosas que existen están conectadas entre sí en un todo único”, explica Tokarczuk.
El nuevo narrador que necesita el mundo es tierno en tanto crear una historia, personificar lo vivo y lo no vivo, requiere de la ternura porque: “crear historias significa dar vida constantemente a las cosas”. Si el mundo está hecho de palabras es porque todo el tiempo dotamos a las cosas de significados vivos, cambiantes; significados que varían de acuerdo a cada percepción, a cada nueva forma de ternura, a cada naturaleza única que es también destino compartido y universal y que converge en algún punto para dar cuenta de la historia del mundo, de las miles de trayectorias que produce cada existencia en la tierra. Y para crear estos significados necesitamos de “una mirada que muestre el mundo como algo vivo, viviente, interconectado, cooperando consigo mismo y codependiente”. La ternura, en palabras de Tokarczuk, es la mejor forma de contar las cosas porque es la mejor forma del amor: desinteresado, espontáneo, sensible: “aparece dondequiera que nos acercamos y miramos con atención a otro ser, a algo que no es nuestro ‘yo’”. Necesitamos de la ternura para dejar de mirar al mundo desde la selfie, para tornar de nuevo los ojos hacia afuera y volver a contemplar, volver a ser sensibles, volver a imaginar.
En Los errantes, novela de Tokarczuk publicada en 2007 por Anagrama, este narrador se vislumbra a través de historias que parecen inconexas pero que rondan un tema en común: cartografiar el cuerpo, la mente, el mundo. Según la autora, la novela es: “una obra de constelación para describir la naturaleza nómada atávica que yace profundamente oculta en nuestro interior”. Ahora bien, Tokarczuk no considera que su novela sea la creación última del narrador tierno, pues en el discurso apunta que todavía no hemos encontrado dicho narrador: “sin duda, pronto surgirá un genio capaz de construir una narrativa completamente diferente, aún inimaginable (...) este método de narración sin duda nos transformará; abandonaremos nuestras viejas y restrictivas perspectivas y nos abriremos a otras nuevas que, de hecho, siempre han existido, pero que hemos ignorado”.
Aun con esta aclaración, Los Errantes es una novela que propone una construcción narrativa diferente al ser un libro rizoma de conexiones insólitas, causalidades sorprendentes, puntos ciegos y caídas a la nada. Todas las historias que aparecen en el libro siguen el curso de la parábola, le suceden a cualquiera, pero nos sugieren una búsqueda por la razón y la sin razón de la vida, los efectos mariposa que nos moldean, las razones para perderse, para andar sin rumbo, para no echar raíz, la urgencia vital de movimiento.
En su cartografía del mundo, Los Errantes expone la sabia entropía del universo. Así, leerlo es saltar de capítulo en capítulo tal cual saltamos de una página a otra en un buscador, como saltamos de lugar en lugar al viajar en avión, como pasamos del extremo de una idea a otra. Las preguntas que surgen de esta cartografía, al tiempo que sus enseñanzas, son diversas e intrincadas, precisan de detenimiento, observación y asociación, un desafío en épocas de eterno scroll, brain rot y disociación.
Los personajes errantes que habitan la novela buscan en lo menos esperado -que es muchas veces lo cotidiano que pasa ante nosotros sin ser presa de nuestra atención-, la explicación del salvaje desorden de las cosas en el que podemos ser un minúsculo punto en el universo que se expande para ser ecosistema, hogar, micro orden que transforma, crea o aniquila. Ya sea que busquen respuestas a través de una vida nómada, la anatomía del cuerpo humano, los aeropuertos o las ballenas, los personajes nos inmiscuyen en sus vidas insólitas de personas comunes y corrientes para hacernos mirar nuestras propias raíces y ataduras, trampas del orden social y económico establecido; nos cuestionan nuestro deseo de evadirlas, de arrancarlas; el impulso de desaparecer y ser otrx, la necesidad de reconstruir un mundo que vuelva a estar vivo.